Por: Efraín Marino
Director de la Revista y Emisora Bogotá Nocturna @bnocturna
En algún rincón del mundo, el músico despierta con una sensación que le llena el pecho, una especie de zumbido que lo llama, lo mueve. No es algo que pueda explicarse fácilmente. Es como si dentro de él siempre hubiera una melodía esperando nacer, un impulso que no lo deja quieto. Su vida no sigue el ritmo de las horas; sigue el de los compases. Cada día, más que un día, parece una canción en construcción.
Por la mañana, mientras el café se enfría en la mesa, su mente ya está tarareando una idea que quizá se convertirá en algo, o tal vez no. Su guitarra, vieja pero querida, lo espera en el rincón, con las cuerdas desgastadas y esa madera que lleva en cada grieta los rastros de años de compañía, una especie de relación rara y extraña existe entre los dos. Al tomarla, no está solo tocando un instrumento: es un ritual, está conversando con algo más grande, algo que no tiene forma, pero que él entiende perfectamente.
Ser músico no es fácil. Es enfrentarse al miedo cada vez que se sube a un escenario, al vacío cuando las palabras no salen, al silencio incómodo cuando lo que toca no suena como esperaba. Pero también es sentir una satisfacción indescriptible cuando esas notas, esas frases, se alinean de forma perfecta. En esos momentos, el mundo se detiene y todo cobra sentido.
Es curioso, porque a veces la gente piensa que ser músico es glamuroso, solo brillo y aplausos. Pero el músico sabe que detrás de cada canción hay desvelos, hay tardes enteras peleando con acordes que no encajan, hay dudas constantes de si lo que hace tiene algún valor. Y aun así, lo hace, porque no puede evitarlo. Porque para él, la música no es un trabajo, ni siquiera una pasión: es su forma de estar en el mundo.
Hay días buenos, claro. Esos en los que una melodía fluye como si siempre hubiera estado ahí, esperando ser descubierta. Esos en los que un extraño le dice que una canción suya le cambió el día, o incluso la vida. Esos momentos son oro, y compensan todo lo demás: las cuentas que no cuadran, las críticas que duelen, las noches en las que duda si debería seguir.
Al final, ser músico es vivir para compartir. Es tomar lo que uno siente, lo que uno es, y convertirlo en algo que los demás puedan escuchar y sentir también. Es regalarle al mundo un pedazo de verdad, una emoción, una pausa. Porque, aunque el camino sea duro, el músico sabe que la música es su forma de sanar, de resistir, y de darle sentido a todo lo demás. Felicitaciones a todos mis amigos músicos, en especial a los del Directorio de Artistas BNTV; con los que nos une una armonía por la excelencia, en búsqueda de la nota perfecta, las 440 revoluciones de la vida en un universo en La Mayor.
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