Por Efraín Marino
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No eran reyes. Tampoco eran magos, al menos no en el sentido esotérico que la imaginación popular ha tejido a lo largo de los siglos. Aquellos hombres que viajaron desde el Oriente para rendir homenaje a un niño nacido en Belén no portaban coronas ni cetros, sino el peso de su sabiduría y la responsabilidad de ser consejeros de reyes. Eran sabios, observadores del cielo y del mundo, estudiosos de los patrones que rigen tanto la bóveda celeste como el corazón humano.
El Evangelio de Mateo, único texto bíblico que los menciona, los llama simplemente "magos" (μάγοι en griego), una palabra que en su contexto original hacía referencia a los sabios de Oriente, expertos en ciencia, filosofía y religión. Lejos de ser astrólogos que buscaban augurios en los astros, estos hombres eran astrónomos que estudiaban el cielo con precisión, no para predecir el futuro, sino para comprender el orden del universo.
Su viaje, narrado en Mateo 2:1-2, no fue un acto de superstición, sino de fe informada:
"Cuando Jesús nació en Belén de Judea, en días del rey Herodes, vinieron del oriente unos magos a Jerusalén, diciendo: '¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle.'"
El texto no menciona sus nombres, su número exacto, ni sus títulos. La tradición posterior, influida por relatos apócrifos y el imaginario popular, los convirtió en tres reyes para simbolizar las tres razas humanas conocidas en la época y los continentes entonces explorados. Sin embargo, esta idealización oscurece el verdadero trasfondo de estos hombres: eran sabios que buscaban conocimiento y verdad, guiados no por ambiciones terrenales, sino por un fenómeno celestial que había capturado su atención.
La estrella que siguieron no era un augurio ambiguo, sino un evento astronómico que observaron con rigurosidad. Tal vez una conjunción planetaria, un cometa, o incluso una supernova. Lo cierto es que no era magia, sino ciencia; no era adivinación, sino un acto de profunda admiración hacia el orden del cosmos.
Al llegar a Belén, su encuentro con el niño Jesús no fue casual. Ellos, hombres acostumbrados a asesorar a gobernantes y a interpretar señales, reconocieron en aquel pesebre algo que ningún palacio podía contener: una verdad trascendental. Mateo relata su gesto con claridad:
"Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra" (Mateo 2:11).
Cada uno de estos regalos tenía un significado simbólico: el oro para el rey que nacería, el incienso para el Dios hecho hombre, y la mirra para el que, en su sacrificio, traería redención. Pero estos presentes eran más que objetos; eran una muestra de su reconocimiento y humildad ante un poder superior al que ellos, con toda su sabiduría, podían comprender plenamente.
Cuando los celebramos como “Reyes Magos”, olvidamos su verdadera humanidad. No eran figuras míticas, sino hombres reales, buscadores incansables de la verdad. Su viaje nos recuerda que la fe y la razón no están en conflicto, sino que pueden caminar juntas hacia el mismo destino. Al mirar al cielo, ellos no solo encontraron una estrella, sino una esperanza que trascendía las fronteras del tiempo y el espacio.
Así, en cada 6 de enero, al evocar su historia, recordamos también que no se necesita corona ni cetro para encontrar la grandeza. Basta con mirar al cielo, seguir las señales con fe y razón, y mantener viva la búsqueda de lo que realmente importa. Felices fiestas y próspero y bendecido año nuevo para todos.
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